A mi sobrino Javier.
Recibí la llamada de un buen amigo que estaba en apuros y acudí en su ayuda; las causas de los amigos, a veces, se vuelven propias.
Me llamó desde un teléfono recién robado a una jovenzuela de esas que se lo colocan en el bolsillo trasero del pantalón. En la primera llamada, al ver que era de un número desconocido, no descolgué. Nunca lo hago. Pero después de la tercera insistencia supuse que era una urgencia de alguien conocido, y así fue. Su respiración acelerada y su voz ensombrecida por la angustia hicieron que me pusiera en marcha inmediatamente.
Me esperaba en la parte trasera de mi casa, en un zaguán oscuro y enmohecido. Su gesto era pavoroso.
—Tengo que dormir —me dijo—. Tengo que cerrar los ojos, aunque solo sea media hora, y soñar. Solo durante el sueño podré encontrar la clave para la salvación. Pero debo aislarme, y que nadie, ningún ser vivo, pueda saber dónde me refugio. Ni siquiera tú.
En un primer instante pensé que era una broma, pero su expresión era demasiado dramática. Repetía, de manera insistente:
—Está en juego la salvación, amigo mío. Nos jugamos la salvación.
Le pregunté si se trataba de la salvación del mundo, del universo o de la suya. Me respondió con tono solemne:
—La salvación, aunque sea personal, siempre es extensiva al universo. No puedo decirte más.
No entendí nada. Sé que es un puritano y que no bebe ni toma medicación ni drogas, pero su mirada era huidiza.
—¿El mundo acabará en un caos tremendo si no duermes y sueñas? —le pregunté.
—Sí. Me persiguen los miembros de una secta de viejos dogmáticos, armados con armas muy poderosas, dispuestos a impedir mi sueño. Tienen repartidos espías por todas partes: hombres, animales y drones, todos al acecho para mantenerme despierto. —Y me gritó al oído—: ¡¡Tengo que dormir!!
—Viejos, dogmáticos y armados… Eso suena fatal. No conozco mayor amenaza en el mundo. —Mi comentario lo enfureció; sabía que me lo estaba tomando a guasa.
—No disponemos de tiempo para ironías ni para explicaciones. Mi casa está vigilada. La portera se ha convertido en cómplice de los perseguidores. Tuve que huir por una de las ventanas. Cada persona con la que me cruzo en el barrio me parece un vigilante, por eso recurro a ti.
El asunto no tenía ni pies ni cabeza. Parloteaba sin parar:
—Por el camino, he encontrado a decenas de personas intentando ayudarme: compañeros de trabajo, algunos familiares e incluso una exnovia. Pero al mirarles a los ojos percibí una sombra que me hizo desconfiar. Me han ofrecido refugio en casas desocupadas, bodegas y trasteros, pero sus ofertas son válidas solo a medias. Necesito encontrar un rincón totalmente secreto. Llevo tres días vagando por la ciudad y no soy capaz de hallar descanso. Estoy rendido y a punto de desfallecer. ¡¡Te necesito!!
Vi en sus ojos el color amarillo del miedo.
—Dudo de la buena voluntad de la gente. Un compañero de tertulia me ofreció su coche para que huya, pero estoy demasiado cansado para conducir. Podría dormirme de camino, y un accidente sería el remate final. He de dormir urgentemente, soñar y despertar conociendo la clave que será la salvación.
—¿No estarás pensando que eres el nuevo mesías? —pregunté, receloso de su salud mental.
—He sido elegido por una institución que no puedo nombrar, y tú eres la única persona en la que confío.
Eso me agradó. Siempre es gratificante saber que los amigos confían en uno, aunque sea para misiones delirantes. Por un momento, dudé de si me estaba convirtiendo en cómplice de una paranoia contagiosa. Debió leerlo en mis ojos.
—¡Créeme! La Hermandad de los Siete Martillos quiere darme alcance y se acercan peligrosamente. ¡Espabila!
Se trataba de mi mejor amigo, me dije, y aunque esto nos lleve a prisión, tenía que ayudarle. A veces, las ideas o creencias de los amigos no coinciden con las propias, pero ahí reside su grandeza.
Bajamos al garaje de mi edificio y, recordando nuestra época de rateros adolescentes, hicimos el puente a un coche. A X (no puedo desvelar su nombre) lo oculté en el maletero y salimos a la calle, emulando a cierto político independentista. La clave estaba en que nadie nos siguiera. Nos interesaba ir por caminos secundarios. Finalmente, llegado al punto acordado, detuve el motor, saqué a mi amigo del maletero y nos despedimos.
Antes de darnos el último abrazo, por miedo a ser escuchado, aunque solo fuese por un pájaro espía, me dijo al oído:
—Si en tres días no sabes nada de mí y ves por la noche nubes rojas como el fuego, será porque he sido ejecutado. Ponte a salvo, porque la Hermandad de los Siete Martillos irá a por ti.
Vi cómo se alejaba camino de un monte cuyo nombre no puedo revelar. En un polígono cercano a mi casa, prendí fuego al vehículo para borrar nuestras huellas. Anochecía y, atravesando calles poco iluminadas, abandoné el lugar escuchando sirenas de bomberos.
Estamos en la tercera noche desde su despedida. Mi teléfono no suena. El cielo es negro y está lleno de estrellas. No sé qué hacer…